Ficha Limpia volvió a naufragar en el Congreso. El proyecto, que busca impedir que personas con condena judicial puedan postularse a cargos públicos, parecía tener una oportunidad real. Se había negociado, hablado, ajustado el texto para que nadie pudiera decir que era “anti-democrático”. Había apoyo social, había dictamen, y—según se decía—había los votos.
Pero algo pasó.
Dos senadores que habían comprometido su apoyo (off the record, claro) se dieron vuelta en el último minuto. La sesión se cayó, el dictamen quedó congelado, y el proyecto volvió al cajón. Otra vez.
¿Y por qué se bajaron? Esa es la pregunta que flota como peste en los pasillos del Congreso. Algunos hablan de “presiones”. Otros, directamente, de un sobre. De esos que no se firman, pero pesan lo justo para hacerte olvidar tus convicciones.
La jugada es tan burda como efectiva: los políticos se muestran a favor en público, pero en privado operan para que nada cambie. Así mantienen el derecho tácito de armar listas con impresentables, protegidos por la demora judicial, la impunidad parlamentaria y el olvido mediático.
¿Qué tan podrido está el sistema, que ni siquiera pueden votar algo tan básico como impedir que los condenados se postulen? ¿Cuántos más están sucios, que prefieren hundir la ley antes que arriesgarse a quedar afuera?
Los argentinos siguen atrapados en una democracia que, por momentos, parece diseñada para blindar delincuentes con fueros. Ficha Limpia no avanzó por falta de voluntad. O peor: por exceso de complicidades.
Y mientras tanto, nos siguen pidiendo el voto. Para representarnos.
