
Mientras el Gobierno celebra que “bajó la inflación”, las góndolas siguen cobrando en cuotas sin interés… de supervivencia. Según la consultora Analytica, una familia tipo necesitó más de $800.000 en septiembre solo para llenar la heladera. O mejor dicho: para no dejarla tan vacía que haga eco.
El relato oficial suena lindo: los precios suben menos. Pero lo que no dicen es que el sueldo sube todavía menos. O sea, sí, el fuego bajó, pero el asado ya se quemó.
Mientras los funcionarios brindan con champagne importado por la “estabilidad”, la gente común mira las etiquetas con la misma angustia con la que se ve un resumen de tarjeta: ¿cómo puede valer esto?
En la mayoría de las provincias, llenar el changuito ya es un deporte extremo, y no todos llegan a la línea de llegada. En algunos supermercados, una familia se lleva tres bolsas y deja medio sueldo en la caja.
El Gobierno dice que estamos “recuperando poder adquisitivo”. Sí, claro, como cuando el cajero te devuelve $2.000 en monedas y lo llama “vuelto”.
Los precios bajaron su ritmo, pero no su altura: la canasta básica alimentaria sigue flotando en la estratósfera.
Y mientras los números “muestran mejora”, en la calle se cuentan las monedas.
La gente ya no “hace las compras”: hace estrategia de guerra.
Compara apps, caza descuentos, espera el 2×1 y reza que no falte el stock.
Los supermercados lanzan “ofertas locas” que duran menos que una promesa de campaña, y los productos de “segunda marca” se convirtieron en primera necesidad.
En definitiva: el INDEC dice que bajó la inflación, pero el estómago no entiende de estadísticas.
Dante Villegas, desde la góndola argentina,
donde los precios se desaceleran tan rápido como desaparecen los billetes del bolsillo.