
Mientras las autoridades posan para la foto hablando de “concientización digital”, otro adolescente de 16 años en Villa Gesell fue imputado por distribuir material de abuso sexual infantil. Sí, el quinto caso en la Región en pocos meses.
La alarma suena, pero parece que nadie tiene el número de emergencia correcto.
El operativo fue el lunes, en una casa de avenida 14 y calle 113. Participó la Fiscalía de Pinamar, con el fiscal Walter Mércuri al frente, y la División de Unidades Operativas Fiscales (DUOF).
La denuncia la había hecho Missing Children, que detectó en redes sociales imágenes de abuso infantil difundidas desde una cuenta local.
Todo muy rápido, muy prolijo, muy “procedimiento modelo”.
Hasta que uno mira el contexto: cinco casos en pocos meses con menores involucrados en el mismo tipo de delito.
Y ahí la historia deja de parecer un caso aislado y empieza a sonar como una epidemia digital sin vacunas.
Durante el allanamiento, la Policía Federal incautó dispositivos electrónicos que ahora están bajo análisis.
El adolescente quedó imputado, pero como tiene 16 años, entra en ese limbo jurídico donde es responsable, pero no tanto; culpable, pero sin cárcel; víctima, pero también victimario.
El manual argentino de contradicciones al día.
Cada nuevo caso revela algo incómodo: los chicos ya no necesitan calle para meterse en problemas, les alcanza con Wi-Fi y una cámara.
La pedagogía del algoritmo reemplazó al límite familiar, y el scroll infinito se volvió una incubadora de comportamientos graves.
Los especialistas advierten hace rato que muchos menores no entienden la dimensión penal de sus actos digitales.
Y mientras tanto, las políticas públicas siguen en PowerPoint.
Charlas en escuelas, afiches, hashtags. Nada que alcance para frenar una tendencia que crece en silencio y hace del anonimato un escudo.
Lo irónico es que los mismos adultos que se horrorizan con estos casos son los que suben fotos de sus hijos en la playa sin pensar en la exposición.
Después, cuando el monstruo digital muerde, todos se preguntan de dónde salió.
Las fiscalías, la PFA y las organizaciones civiles hacen su parte, pero trabajan con recursos del siglo pasado para enfrentar delitos del siglo XXI.
Mientras el Estado discute si comprar más patrulleros o hacer más posteos institucionales, las redes sociales —esas que dicen “cuidar la seguridad de los usuarios”— siguen siendo un pantano donde cualquiera puede pescar impunidad.
Y ojo: no se trata solo de Gesell.
En Pinamar, Madariaga y La Costa se registraron hechos similares.
El patrón es claro: adolescentes, internet, imágenes prohibidas, y una respuesta judicial que llega cuando el daño ya está hecho.
La realidad es que los fiscales llegan después del clic, y los padres, después del escándalo.
Cada vez que aparece una noticia así, el reflejo institucional es el mismo:
“Hay que concientizar”, “tenemos que trabajar en prevención”, “la educación digital es clave”.
Frases que sirven para llenar minutos de TV, pero no para detener una dinámica que mezcla desinformación, morbo y desprotección.
El problema es estructural.
El Estado no educa en serio sobre delitos digitales, las redes no asumen responsabilidad real, y los adultos no se atreven a admitir que criaron una generación más conectada que contenida.
Mientras tanto, en los tribunales, un chico de 16 años pasa de ser “usuario activo” a “imputado” con solo un clic.
Y nadie sabe qué hacer con él.
Ni la justicia, ni los padres, ni el Estado.
En Argentina, los adolescentes entre 16 y 18 años son punibles solo por delitos con penas mayores a dos años.
Eso significa que en estos casos —aunque graves— no pisan una cárcel común, sino centros de recepción y contención de menores.
Traducción: una institución cerrada que intenta reparar lo que la sociedad dejó roto.
Y mientras los peritos revisan discos duros, los políticos anuncian campañas de prevención con logos nuevos.
Porque, claro, la prioridad es el branding institucional, no la prevención real.
Villa Gesell vuelve a ser noticia, pero esta vez no por turismo ni verano.
Un adolescente, una red social y un clic bastaron para encender todas las alarmas.
La pregunta es quién las escucha.
El caso debería ser un llamado urgente a padres, escuelas y autoridades para dejar de hablar en condicional y actuar en presente.
Pero en Argentina, lo urgente siempre espera turno detrás de la foto oficial.
Dante Villegas, desde la Costa, donde los filtros de Instagram funcionan mejor que los del Estado.